domingo, 25 de julio de 2010

Y mi palabra es la ley

Todos en el pueblo decían que lo mío eran las palabras. Y yo sonreía cuando lo oía; después de todo, desde temprana edad lo supe. Pero a pesar de mi talento, estaba predestinada a una vida tranquila, pero monótona. A subsistir sin sobresaltos, pero sin pena ni gloria. Sin embargo, siempre quise más y estaba dispuesta a lograrlo, cobrando el protagonismo por el que suspiraba desde niña, cuando soñaba despierta.

Al principio, me fui apropiando de cosas pequeñas. Chistes, frases hechas, lugares comunes y comentarios de otros, que repetía discretamente, haciéndolos pasar por míos.

De a poco fui perfeccionándome. Me colaba en conversaciones ajenas, escuchando atentamente, memorizando, absteniéndome de emitir sonidos para no alterar el recuerdo del diálogo en mi memoria. Una vez en casa y a oscuras, reconstruía frase por frase. Luego, como quien escoge piedras a orillas del río, elegía pausas, énfasis, silencios e interjecciones, evaluando como intercalarlas para hacer discursos verosímiles como experiencias directas.

Entonces me hice una experta en plagiar vivencias de terceros, armar recuerdos ficticios y fingir emociones que nunca sentí. Fui protagonista de grandes gestas, viví los dolores más grandes y fui el centro de las fiestas más espléndidas. Conseguí una audiencia fiel, que creía ciegamente en cada una de mis historias. Un público cautivo que jamás pensó en ponerme en entredicho.

Así como iba mejorando mi léxico, iba aguzando mi olfato. Y cuando el edicto real llegó al pueblo, me di cuenta de que en la amenaza está la oportunidad. Solita, sin mediar presiones, acepté ir al patíbulo, como la nueva novia del sultán. Con una sonrisa inverosímil, considerando mi condición, partí, con la convicción de que sobreviviría al tirano.

Mi encuentro con su majestad no fue gran cosa. Como estilaba hasta entonces, me miró desganado, con la convicción de que a la mañana siguiente, mi muerte no pesaría en su conciencia. Cuando me preguntó por mi última voluntad, puse una osada apuesta sobre la mesa y pregunté si podía contarle un relato.

El monarca, acostumbrado a súplicas, llantos e inútiles promesas de amor, no pudo evitar un gesto de desconcierto. Intrigado, aceptó mi pretensión. Durante esa primera noche, descubrí como su rostro cambiaba de la displicencia a la curiosidad, del interés a la expectación y del deseo a la empatía. Cuando apareció el sol, me acarició la mejilla y dijo que me fuera a dormir, advirtiendo que debíamos retomar la historia apenas atardeciera.

Así, a punta de invenciones, conseguí posponer indefinidamente mi inminente ejecución. La estrategia era simple, pero trabajosa: enredarlo en raccontos, flash fowards, giros imprevistos y golpes de efecto; envolverlo en una telaraña de trama compacta, que le impidiera dar la orden al verdugo. Que se enamorara no de mí, sino que del próximo cuento, más fascinante y sugerente que el que lo acababa de encantar.

Y aunque la táctica rindió sus frutos porque me salvó el pellejo; al cabo de mil y una noches, la situación me empezó a aburrir. Yo no había venido sólo a proteger mi vida. Como lo repetía ante el espejo, allá en mi pueblo, yo siempre quise más y no estaba dispuesta a dejar caer los brazos sin lograrlo.

Además, el sultán me tenía harta. Bastaron unas cuantas historias para que se me entregara como un niño ingenuo. Su ferocidad era sólo una fachada de cartón piedra. Su simplicidad me tenía abrumada: Le gustaban tanto mis fábulas, que no vio las copias descaradas, los lugares comunes, los argumentos sin emoción y los flojos remakes.

Hasta que me decidí por una comedia negra: Interrumpí una leyenda sosa y le declaré mi amor; juré por la mía que su vida y obra eran para mí más intrigantes que todo lo que conocía. Prometí que la única historia que en realidad quería contar era la nuestra, mi rey.

Como lo esperaba, soné convincente. Tal como lo calculé después de meses acompañando a su majestad en matinée, vermouth y noche; tras la boda que siguió a la puesta en escena, tuve acceso ilimitado al trono. Como nueva monarca, mi primera medida fue entregarlo al verdugo, insensible a súplicas y reclamos. Su cabeza en la plaza le advertiría a todos en mi reino que si hay algo que no tolero, es el público poco exigente.

Acerca de Los trigos


El 2009, esta antología ganó el premio Fondo Editorial Manuel Concha de la Municipalidad de La Serena y en abril de 2010, fue oficialmente presentado en sociedad. Son doce relatos breves, que juegan a darle una vuelta de tuerca a las tradicionales historias infantiles. Las víctimas no son tales y todo, todo, todo, lo tenían fríamente calculado.

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Atentamente, vuestra distribuidora.